viernes, 21 de mayo de 2010

El chico de mis sueños y mis pesadillas estaba tatuado.
No podía entender qué nos mantenía unidos,
porque a pesar de que mis labios no habían tocado los suyos,
sabía a qué sabían sus besos.
Conocía su aliento,
el camino exacto por donde entrar dentro de él.
Sabía de sus miedos, de esos deseos que tantas veces mojaron mi piel.
De sus manos que olían a tabaco y recorrían mi cuerpo sin cansarse.
Entendía el lenguaje que había ideado para nuestros encuentros.
Sus ojos fueron luz en la penumbra,
vida en esta vida de muertos que caminan jugando a estar vivos.
Su voz, esa voz que marcaba el sendero ya antes recorrido.
Sus palabras ampliaban el significado y el significante de lo mítico,
de lo irreverente, de lo humano.
Así, luego, sentía que se metía en mi sangre para su recorrido habitual.
Sus deseos se encontraban en mis venas,
allí habitaban desde hace tiempo.
Y así, cada día iniciábamos el camino como la primera vez.
Buscando encontrar nuevos motivos para continuar:
él conociendo mi cuerpo, yo conociendo el suyo,
y sintiéndonos hasta donde los gritos se convierten en silencio.
El chico de mis sueños tenía una mariposa tatuada en su brazo izquierdo.
Nunca le pregunté por qué se la había tatuado.
Nunca le dije que desde niña todos me llaman Mariposa y que era zurda.
Nunca le dije que su nombre estaba tatuado en mi corazón.
O creo que se lo dije.

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